Como ya vimos, Claude Lévi-Strauss convierte a Rousseau en el padre de la antropología, lo mismo que Galileo es el padre de la física. Galileo parte de una bola que rueda eternamente en el vacío, algo que no puede existir, pero que es el punto de partida para comprender las cosas que existen. De la misma manera, Rousseau nos habla de un estado “natural para el hombre”, que quizás no existe, que quizás nunca existió y quizás no existirá jamás”, pero “sobre el que hay que tener las ideas muy claras si queremos juzgar bien nuestro estado presente”. En una conferencia, Lévi-Strauss dijo que los antropólogos “encontraban sus tesoros en el cubo de la basura de los historiadores”. Es una consecuencia de la separación entre hombre e historia de la que ya hemos hablado en el capítulo anterior. El antropólogo constata que “hace falta muy poco para constituir humanidad”, muy poco “para que el hombre arraigue en el cosmos”. Desde luego, muchas menos cosas de las que moviliza la historia y muchísimas menos cosas de las que moviliza nuestro turbocapitalismo actual. Esta comparación separó al mundo de la antropología del mundo de las filosofías de la historia y del humanismo, creando una polémica muy importante en el siglo XX. El ser humano aparecía como un ser residual y periférico, en la suburbios de la historia. El ser humano es un ente pequeño y en cierto modo chapucero, que normalmente suele detenerse satisfecho en una “sincronía neolítica”. No sólo “no desea que haya historia”, es que, de alguna manera, todo su entramado de instituciones culturales son una especie de maquinaria para protegerse de ella. La cultura es, en su conjunto, una especie de “antídoto contra la historia”. En este capítulo, ponemos algunos ejemplos significativos a este respecto.
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