En los años 80, contraer el SIDA era mucho más que contraer una enfermedad. El estigma que suponía, el temor que generaba, marcaba a fuego a los seropositivos y provocaba su marginación social. Por eso, el hecho de que cientos de enfermos de hemofilia se contagiaran en el Reino Unido a causa de un medicamento infectado, además de suponer para varios de ellos la muerte, arruinó la vida de todos aquellos que siguieron vivos y de sus familias. Nadie nunca se responsabilizó por este terrible error.